El año
litúrgico concluye con la solemnidad de Cristo Rey. La liturgia nos dice así,
gráficamente, que al final Dios, el Bien, la Verdad, la Justicia y la Vida
triunfarán sobre las aparentemente invencibles e insuperables fuerzas del mal,
la mentira, la injusticia y la muerte. En realidad, dice mucho más: que Cristo
ya ha vencido, que ya es Rey del Universo, y que esa victoria, pese a todas las
apariencias, está ya operando en la historia. Esto es lo que dice la liturgia y
la Iglesia que la celebra al concluir el año. Pero no es difícil encontrar
objeciones contra lo que la Iglesia dice con su liturgia, y también contra el
modo de decirlo. Empecemos por esto último.
¿Por qué para proclamar la victoria final de Cristo hay que
usar el título de rey? ¿No significa eso asimilarse a los usos de este mundo, a
los deseos de un poder que se impone sobre los demás, pues donde hay victoria
tiene que haber derrotados, y donde hay reyes hay por necesidad súbditos,
siervos?
En realidad, usar el título de rey, pese a las
reminiscencias políticas que parece tener, no carece de sentido. A diferencia
de los otros títulos políticos que se pueden evocar (presidente, primer
ministro), el de rey habla de un poder que no se tiene por delegación, sino por
derecho propio, por causa de la propia ascendencia. Y si, como es probable, se
objeta que hoy precisamente nadie o casi nadie cree en un poder así, pues
incluso las monarquías que quedan requieren del consenso popular para su
legitimación, se podrá responder que así es, y que, hablando con propiedad,
sólo Cristo es rey por derecho propio y no por delegación, pues es el
primogénito de toda criatura, imagen del Dios invisible, el hijo del Eterno
Padre. Si, pese a todo, la imagen monárquica sigue produciendo rechazo en
algunos, conviene meditar lo que nos dice hoy la palabra de Dios para
comprender que aquí se trata de un reinado muy peculiar, en el que la
formalidad del símil sirve más para marcar las diferencias que para establecer
paralelismos. Más que de asimilación habría que hablar de contraste y
oposición.
Lucas lo ha expresado admirablemente en el texto evangélico
que hemos leído, dibujando un escenario perfecto de entronización, en el que no
falta detalle. El pueblo contempla la escena desde una cierta distancia; cerca
del trono en el que se sienta el rey están, rodeándole, las autoridades civiles
y militares, que son las únicas que pueden dirigirse a él directamente; aunque
entre ellos destacan los consejeros más próximos que le hablan de tú a tú, sin
intermediarios ni protocolo. Este escenario formal, dibujado por Lucas con toda
intención, se llena de un contenido que poco o nada tiene que ver con alegato
alguno a favor de la monarquía o de cualquier otro sistema político. Aquí la
analogía usada funciona por contraste, pues se trata de algo completamente
distinto. El pueblo que contempla de lejos no aclama, sino que primero ha
exigido la ejecución de Jesús (cf. Lc 23, 18), aunque, como indica el mismo
Lucas, después se duele de lo que ha visto (“se volvieron golpeándose el
pecho”). Las “autoridades civiles y militares”, son los altos magistrados
judíos y los soldados romanos, que insultan a Jesús, tentándole, igual que el
diablo en el desierto (“si eres hijo de Dios…”), para que use el poder en
beneficio propio. Los consejeros más próximos son criminales, uno de los cuales
también apostrofa al Rey escarneciéndolo. El rey del que hablamos tiene por
trono la cruz, instrumento de tortura y ejecución para los criminales y los
esclavos. Incluso el letrero en escritura griega, latina y hebrea, anunciando
“éste es el rey de los judíos”, no deja de estar cargado de ironía, que denigra
no sólo al supuesto rey en su extraño trono, sino también (ahí los romanos no
perdieron la oportunidad) al pueblo que tiene un rey así. La Iglesia y la
liturgia, al decirnos que Jesús es Rey y que ha vencido, nos presentan una
imagen de esta realeza y su victoria que no puede dar lugar a equívocos o
asimilaciones.
Si ser proclamado rey significa ser enaltecido y elevado, es
claro que la “elevación” de Jesús es de un género completamente distinto. En el
evangelio de Juan se habla de “elevación” y “glorificación” para referirse a la
cruz. En Lucas no se habla, pero se “ve” lo mismo. Si la exaltación significa
ponerse por encima de los demás, en Jesús significa, al contrario, abajarse,
humillarse, tomar la condición de esclavo (cf Flp 2, 7-8). Aquí entendemos
plenamente las palabras de los israelitas a David cuando le proponen que sea su
rey: “somos de tu carne”. Jesús no es un rey que se pone por encima, sino que
se hace igual, asume nuestra misma carne y sangre, nuestra fragilidad y
vulnerabilidad. Por eso mismo, lejos de imponerse y someter a los demás con
fuerza y poder, él mismo se somete, se ofrece, se entrega. Y ahora podemos
comprender un nuevo rasgo original y exclusivo de la realeza de Cristo: pese a
ser el único rey por derecho propio, es, al mismo tiempo, el más democrático,
porque Jesús es rey sólo para aquellos que lo quieren aceptar como tal. De
nuevo en la primera lectura comprendemos que el sentido pleno de la elección
libre del rey David por parte de los israelitas se da sólo en Cristo. De hecho,
a lo largo de la pasión de este extraño rey, tal como la narra Lucas, van
apareciendo personajes que lo eligen y aceptan pese a su terrible destino o
precisamente por él: de entre el pueblo, las mujeres que se dolían y lamentaban
por él (cf. Lc 23, 26) y otras que con sus conocidos se mantienen cerca
de la Cruz (cf. 23, 49); de entre las “autoridades civiles y militares”, José
de Arimatea, que reclama el cadáver, y el centurión romano que confiesa la
justicia de Jesús y glorifica a Dios (cf. 34, 47. 50-53). Por fin, también uno
de los “consejeros más próximos”, el buen ladrón, que expone su causa al tiempo
que reconoce el Reino que los ojos simplemente humanos son incapaces de ver
(cf. Lc 23, 40-43).
Todos los que aceptan a Jesús como Rey y creen en su
victoria sin escandalizarse del trono de la cruz no se hacen súbditos ni siervos,
sino que, al contrario, adquieren la plena libertad. Porque la victoria de
Cristo no es sobre nadie, no hay aquí derrotados y sometidos, sino que es la
victoria (en su propio cuerpo, en su carne, la misma que la nuestra, no lo
olvidemos) sobre el pecado y la muerte y, por eso, a favor de todos. Siendo rey
por derecho propio (el primogénito de toda criatura), Jesús ha conquistado una
realeza que, gracias a ser de su misma carne, nos alcanza a todos: es el
primogénito de entre los muertos. Y esta es la carta de ciudadanía y libertad
que adquirimos cuando libremente aceptamos a este rey: la redención, el perdón
de los pecados, la reconciliación con Dios y con todos los seres.
En realidad, al aceptar a este extraño rey victorioso sobre
el trono de la cruz, además de en ciudadanos del Reino, nos convertimos
nosotros mismos en reyes. Pero, claro, reyes como este rey aceptado y
confesado: reyes que se abajan para servir, que se ofrecen por el bien de los
demás, que se entregan sin imponerse, pues lo que están dispuestos a entregar
es, como Jesús, la propia vida. Podemos hacerlo de muchas maneras: como las
mujeres de Jerusalén que se apiadan del que sufre, o como las otras que lo
seguían desde Galilea y están con él en las duras y en las maduras, o como José
de Arimatea o el centurión, que confiesan sin temor al ambiente hostil y
peligroso; o como el buen ladrón, que se engancha al Reino en el último
momento… Pero lo importante es que al hacerlo, nosotros mismos, todos, cada uno
según su circunstancia biográfica y su particular vocación, nos convertimos en
reyes porque nos hacemos imágenes visibles de ese rey que a su vez es imagen
del Dios invisible. Y como la más profunda verdad del hombre es ser imagen de
Dios, por este camino llegamos a ser plenamente lo que somos.
El Reino del que habla Jesús, del que él mismo es el rey, no
es de este mundo, pero no es ajeno a este mundo. En la respuesta a la petición
del buen ladrón Jesús no hace como los burócratas de reinos y repúblicas, que
remandan la petición “ad calendas graecas”, sino que cursa la solicitud
inmediatamente: “hoy” estarás conmigo. Ese “hoy” quiere decir que el Reino de
Dios, el reinado de Cristo, ya ha empezado, precisamente en la Cruz. Y
nosotros, que oramos cada día para que ese Reino venga a nosotros, podemos
estar en él ya, hoy; a veces junto a la cruz (pues esa es la llave de entrada),
pero siempre en la esperanza de gozar después, plenamente reconciliados, en el
hoy eterno de Dios.
Salmo
Sol y luna,
bendecid al Señor.
Astros del cielo,
bendecid al Señor.
Lluvia y rocío,
bendecid al Señor.
Vientos todos,
bendecid al Señor.
Fuego y calor,
bendecid al Señor.
Fríos y heladas,
bendecid al Señor.
bendecid al Señor.
Astros del cielo,
bendecid al Señor.
Lluvia y rocío,
bendecid al Señor.
Vientos todos,
bendecid al Señor.
Fuego y calor,
bendecid al Señor.
Fríos y heladas,
bendecid al Señor.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (21,12-19):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»
ORACIÓN
Oh Dios, Padre nuestro:
Creemos que tus planes para nosotros
son de paz y valor, y no de miedo o temor.
Guarda nuestros ojos abiertos a los signos
de la constante venida de Jesucristo tu Hijo.
Ayúdanos a comprometernos sin descanso
a hacer crecer tu reino entre nosotros,
llevando a cabo tus planes de paz y amor
y de todo lo que convierte a nuestro mundo
más en mundo tuyo según el reino.
Y que todo esto abra el camino para llegar a tu eterna morada.
Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor.
Creemos que tus planes para nosotros
son de paz y valor, y no de miedo o temor.
Guarda nuestros ojos abiertos a los signos
de la constante venida de Jesucristo tu Hijo.
Ayúdanos a comprometernos sin descanso
a hacer crecer tu reino entre nosotros,
llevando a cabo tus planes de paz y amor
y de todo lo que convierte a nuestro mundo
más en mundo tuyo según el reino.
Y que todo esto abra el camino para llegar a tu eterna morada.
Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor.
Terminamos la oración de la mañana con una oración dedicada
a la Virgen María de la Medalla Milagrosa que nos cuenta que un día como hoy se
apareció a Sor Catalina pidiéndola que acuñara una medalla donde en sus dos
caras se complementan el mensaje esencial del Misterio de la salvación.
VIRGEN MARÍA DE LA MEDALLA MILAGROSA
Oh María, sin pecado concebida, vedme
postrado a vuestras plantas, lleno de confianza.
Ese vuestro rostro purísimo,
esa amable sonrisa de vuestros labios, esas manos cargadas de celestiales
bendiciones, esa actitud amorosa que habéis adoptado para recibir a los que
vienen a Vos, esos ojos fijos en la tierra para observar nuestras necesidades y
venir en nuestro auxilio, todo, todo me inspira amor, confianza y completa
seguridad. Y como si esto fuera poco para alejar de nosotros toda duda habéis
empeñado solemnemente vuestra palabra en favor de los que lleven la Santa
Medalla, diciendo a vuestra sierva, Sor Catalina Labouré: "Cuantos
llevaren esta Medalla, alcanzarán especial protección de la Madre de
Dios."
Madre mía amantísima: Vos sabéis que la llevo sobre mi
pecho, que la beso con amor y que os invoco con frecuencia. Realizad, pues, en
mí vuestras promesas; venid en mi auxilio, cubridme con vuestra protección,
para que Jesús se apiade de mi pobre alma y merezca conseguir por vuestro medio
la gracia, que pretendo con este triduo a vuestra Santa Medalla.
Oh María, sin pecado concebida; rogad por nosotros que
recurrimos a Vos.