viernes, 24 de enero de 2014

Señor, en el silencio de este día que nace,
vengo a pedirte paz, sabiduría y fuerza.
Hoy quiero mirar al mundo con ojos llenos de amor.
Ser paciente, comprensivo, humilde, suave y bueno.
Ver a tus hijos detrás de las apariencias,
como los ves tu mismo,
para así poder apreciar la bondad de cada uno.
Cierra mis oídos a toda murmuración.
Guarda mi lengua de toda maledicencia.
Que sólo los pensamientos que bendigan permanezcan en mi.
Quiero ser tan bienintencionado y bueno
que todos los que se acerquen a mi sientan tu presencia.
Revísteme de tu bondad Señor
y haz que en este día yo te refleje.
Amén
  
Lectura del primer libro de Samuel (17,32-33.37.40-51):

En aquellos días, Saúl mandó llamar a David, y éste le dijo: «Majestad, no os desaniméis. Este servidor tuyo irá a luchar con ese filisteo.»
Pero Saúl le contestó: «No podrás acercarte a ese filisteo para luchar con él, porque eres un muchacho, y él es un guerrero desde mozo.»
David le replicó: «El Señor, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, me librará de las manos de ese filisteo.»
Entonces Saúl le dijo: «Anda con Dios.»
Agarró el cayado, escogió cinco cantos del arroyo, se los echó al zurrón, empuñó la honda y se acercó al filisteo. Éste, precedido de su escudero, iba avanzando, acercándose a David; lo miró de arriba abajo y lo despreció, porque era un muchacho de buen color y guapo, y le gritó: «¿Soy yo un perro, para que vengas a mi con un palo?»
Luego maldijo a David, invocando a sus dioses, y le dijo: «Ven acá, y echaré tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo.»
Pero David le contestó: «Tú vienes hacia mí armado de espada, lanza y jabalina; yo voy hacia ti en nombre del Señor de los ejércitos, Dios de las huestes de Israel, a las que has desafiado. Hoy te entregará el Señor en mis manos, te venceré, te arrancaré la cabeza de los hombros y echaré tu cadáver y los del campamento filisteo a las aves del cielo y a las fieras de la tierra; y todo el mundo reconocerá que hay un Dios en Israel; y todos los aquí reunidos reconocerán que el Señor da la victoria sin necesidad de espadas ni lanzas, porque ésta es una guerra del Señor, y él os entregará en nuestro poder.»
Cuando el filisteo se puso en marcha y se acercaba en dirección de David, éste salió de la formación y corrió velozmente en dirección del filisteo; echó mano al zurrón, sacó una piedra, disparó la honda y le pegó al filisteo en la frente: la piedra se le clavó en la frente, y cayó de bruces en tierra. Así venció David al filisteo, con la honda y una piedra; lo mató de un golpe, sin empuñar espada. David corrió y se paró junto al filisteo, le agarró la espada, la desenvainó y lo remató, cortándole la cabeza. Los filisteos, al ver que había muerto su campeón, huyeron.


Salmo

R/. Bendito el Señor, mi Roca

Bendito el Señor, mi Roca,
que adiestra mis manos para el combate,
mis dedos para la pelea. R/.

Mi bienhechor, mi alcázar,
baluarte donde me pongo a salvo,
mi escudo y mi refugio,
que me somete los pueblos. R/.

Dios mio, te cantaré un cántico nuevo,
tocaré para ti el arpa de diez cuerdas:
para ti que das la victoria a los reyes,
y salvas a David, tu siervo. R/.

Lectura del santo evangelio según san Marcos (3,1-6):

En aquel tiempo, entró Jesús otra vez en la sinagoga, y había allí un hombre con parálisis en un brazo. Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo.
Jesús le dijo al que tenía la parálisis: «Levántate y ponte ahí en medio.»
Y a ellos les preguntó: «¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?»
Se quedaron callados. Echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación, le dijo al hombre: «Extiende el brazo.»
Lo extendió y quedó restablecido.
En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él.


Papa Francisco
Encíclica “Lumen fidei / La Luz de la fe”, § 16-17 (trad. © Libreria Editrice Vaticana)
“Si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más… seremos salvados por su vida” (Rm 5,10)
    La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor (cf. Jn 15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud. San Juan introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la Madre de Jesús, contempla al que habían atravesado (cf. Jn 19,37): «El que lo vio da testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis» (Jn 19,35)…

    Y, sin embargo, precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente, cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte para salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo.

    Ahora bien, la muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe (cf. Ap 1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para nuestra fe.



Danos tu Espíritu,
Señor de la Vida.
El Espíritu
que nos llena el corazón
para seguir tus pasos
y vivir el evangelio.
El Espíritu que guió tu camino,
desde la concepción,
llenando la vida de María,
tu madre y madre nuestra.
El Espíritu que acompañó
tu crecimiento
en estatura, gracia y sabiduría,
en los años sencillos de Nazaret.
El Espíritu que te orientó
hacia el desierto
para meditar el llamado
y salir a la predicación.
El Espíritu que te daba fuerzas,
El Espíritu que te alentó en tu hora
y que pusiste en las manos del Padre,
como signo definitivo de tu entrega.
Señor, danos tu Espíritu.
Nos has prometido un compañero,
un guía, un defensor, un maestro.
Envía tu Espíritu
a nuestras comunidades.
Lo esperamos con ansias,
lo buscamos con alegría,
queremos llenarnos
de su pasión por la Vida.
Renueva nuestra esperanza,
ayúdanos a caminar en los conflictos,
enséñanos la fidelidad al Evangelio
en estos tiempos difíciles.
Queremos construir el Reino,
ofrecer al mundo
los frutos de tu presencia aliento y ánimo
para anunciar el Reino
y construirlo
con gestos de vida solidaria.
El Espíritu que te enseñó
a descubrir a Dios
en los pobres y sencillos,
y alabar al Padre,
como María. 

Dios de la Vida,
danos tu Espíritu,
para que nos haga nuevos,
para que nos impulse a la misión,
para que seamos testigos,
hermanos y mensajeros.
Para que vivamos
en el Espíritu de Jesús
y él nos muestre
las huellas del Reino
en la sociedad que vivimos.
Si osáramos...

«Id, vosotros que sois "los hermanos del pueblo", al corazón de las masas, a esas multitudes dispersas y extenuadas "como ovejas sin pastor", de las que Jesús sentía compasión... Id, pues, también vosotros a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. ¡No esperéis a que vengan a vosotros! ¡Intentad vosotros mismos alcanzarlos! El amor de Cristo nos impulsa a esto... Toda la Iglesia os lo agradecerá» (Juan Pablo II, Las misiones populares, hoy, 15-XI-1982).

¡Quién puede decir las maravillas, los milagros que Dios haría con nosotros y a través de nosotros si, como Francisco, osáramos poner en Él toda nuestra confianza! Dios nos tiene una confianza increíble, no obstante nuestra fragilidad, nuestros límites, traiciones, negaciones... Está siempre dispuesto a «levantarnos», a abrirnos las puertas de su casa, a enviarnos al mundo entero, a pesar de nuestra edad, de nuestro cansancio y de nuestras desilusiones. Necesitamos recobrar esta confianza, intuir y experimentar, como Francisco, la presencia viva y paterna de Dios.
Francisco emprende su nuevo camino con los ojos fijos en el «Padre que está en los cielos»; «sigue desnudo a Cristo desnudo» mediante un nuevo «bautismo de deseo», el de pertenecerle sólo a Él. Así, se convierte en ágape -en don gratuito para los últimos (los leprosos)- en el seno de la Iglesia, por el Reino de Dios y por el mundo: fuera de los muros de su ciudad, fuera de Asís.

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