sábado, 13 de diciembre de 2014

ORACION DEL 10 DE DICIEMBRE







Esta segunda semana de Adviento escuchamos con fuerza el grito de Juan el Bautista que nos invita a convertirnos y a preparar nuestro corazón. ¿A qué tengo que convertirme? ¿Cómo quiero preparar mi corazón? ¿Cómo he recorrido el camino de este año que termina? ¿Cuáles son los “valles” que se tienen que rellenar, las colinas que se tienen que aplanar, las quebradas que se tienen que convertir en llanuras? ¿Cuáles son mis terrenos escarpados y mis planicies?

En el Adviento de 2014, como en todos, se hace necesario escuchar la voz y el mensaje del Bautista. Necesitamos ir al desierto para escuchar palabras auténticas por encima de los gritos de la vida cotidiana. Ya apenas creemos nada, porque las palabras que siguen aumentando los diccionarios parece que solo sirven para la poesía. Es preciso salir del torbellino de los reclamos publicitarios y del vértigo de las distracciones para encontrar momentos y espacios de sosiego que ayuden a valorar el sentido de nuestra existencia y el valor de nuestros afanes.
Hay que descubrir los desiertos actuales que propician el encuentro con Dios: desiertos de silencio para la escucha y la meditación; desiertos de soledad que reconfortan y animan a una vida mejor, desiertos de consuelo espiritual para superar las lamentaciones inútiles.

Para que no fracase nuestro Adviento hay que ir a los desiertos indispensables de la vida cristiana, que afinan nuestra esperanza, porque “el Señor no tarda” y debe encontrarnos “en paz con él, santos e inmaculados”.

Lectura del libro de Isaías (40,25-31):

«¿A quién podéis compararme, que me asemeje?», dice el Santo. Alzad los ojos a lo alto y mirad: ¿Quién creó aquello? El que cuenta y despliega su ejército y a cada uno lo llama por su nombre; tan grande es su poder, tan robusta su fuerza, que no falta ninguno. Por qué andas hablando, Jacob, y diciendo, Israel: «Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa»? ¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído?
El Señor es un Dios eterno y creó los confines del orbe. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. Él da fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido; se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas corno las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse.”

Evangelio según San Mateo 11,28-30.
Jesús tomó la palabra y dijo:
"Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera." 

Isaías nos presenta la situación del pueblo de Dios que está pasando por la dura y difícil prueba del destierro y está cansado porque se le hace larga la situación. Y le dice: “Alzad los ojos y mirad… El (el Señor) da fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido…los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas…”
Y Jesús con cariño y confianza nos repite: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados…” Jesús vivió la experiencia de encontrarse con muchas personas cansadas y agobiadas por las dificultades de la vida: la enfermedad, la exclusión, la marginación, la incomprensión familiar; personas que no encontraban un sentido a su vida triste, desesperada… Pero Jesús pensó también en nosotros al pronunciar estas palabras, pues hoy se repiten los mismos problemas, dificultades y situaciones. Y si Él entonces alivió el cansancio y agobio de muchas personas con una palabra, un gesto, una mirada, una sonrisa que devolvía la paz y la esperanza, hoy el Señor quiere hacer lo mismo. ¿Cómo?

Hay una oración que dice: “Jesús, no tienes manos, tienes sólo mis manos; Jesús, no tienes pies, tienes sólo mis pies; Jesús, no tienes boca, tienes sólo mi boca; Jesús, no tienes corazón, tienes sólo mi corazón”. Tú y yo podemos ser hoy el Jesús de Galilea que “pasó haciendo el bien” y acercarnos junto a todo hombre y mujer que sufre y brindarles el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.

Qué milagro tan grande es la cercanía, la palabra amable, el gesto sincero, la sonrisa franca… ¿Quién no ha vivido experiencias así? Pero estas expresiones humanas no sólo reportan paz y esperanza a la persona que se la damos, sino a uno mismo “porque hay más alegría en dar que en recibir”. La Beata Madre Teresa decía: “Soñé y vi que la vida era alegría; me desperté y vi que la vida era servicio; serví y vi que el servicio era la alegría”.

En Adviento preparamos la Navidad, no olvidemos la Navidad de tantos “Jesús” que viven cansados, agobiados, marginados… y que están muy cerca de nosotros.

Hoy como ayer, Señor, no dejas de decir a los hombres: “El Reino de Dios está cerca de Vosotros, ¡convertíos y creed en la Buena Noticia”.
Convierte tú nuestra mirada para que sepamos discernir tu nueva e imprevisible presencia cada mañana, en nuestras casas y en nuestros lugares de trabajo, a la puerta de nuestro corazón y de nuestras ocupaciones, a la puerta de la vida diaria.

Muéstranos cómo basta con muy poco,
cómo apenas basta con nada,
para sentirte muy cercano.
Un encuentro, una sonrisa, una mirada,
un apretón de manos, un pájaro, una flor,
una nube, una puesta de sol, una palabra, un silencio,
una oración, la risa de un niño, una carta,
una llamada de teléfono, una comida en familia...
Basta con muy poco, basta con nada.
Conviértenos a la mirada de tu fe,
abre nuestros ojos para que vean
la claridad de tu presencia
en la sombra gris del día a día;
abre nuestros oídos para que oigan
el discreto aliento de tu paso
en el rumor de lo cotidiano.


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