jueves, 17 de noviembre de 2011

17 de noviembre de 2011

Hoy celebramos la fiesta de Santa Isabel de Hungría, patrona de la Tercera Orden Regular de San Francisco, una mujer que decidió seguir el ideal del Pobrecillo de Asís y, sin dejar de ser esposa y madre, dedicar su vida a los más necesitados.
Ella supo, a pesar de las dificultades, encontrar el apoyo que necesitaba en la oración. Por eso hoy, un jueves más, nos detenemos a orar siguiendo su ejemplo.
¡Qué bueno es detenerse...! 
Señor, me gustaría detenerme 
en este mismo instante. 
¿Por qué tanta agitación? 
¿Para qué tanto frenesí? 
Ya no sé detenerme. 
Me he olvidado de rezar. 
Cierro ahora mis ojos. 
Quiero hablar contigo, Señor. 
Quiero abrirme a tu universo, 
pero mis ojos se resisten 
a permanecer cerrados. 
Siento que una agitación frenética 
invade todo mi cuerpo, 
que va y viene, se agita,
esclavo de la prisa. 
Señor, me gustaría detenerme ahora mismo. 
¿Por qué tanta prisa? 
¿Por qué tanta agitación?
Yo no puedo salvar al mundo.
Yo soy apenas
una gota de agua  en el océano inmenso 
de tu maravillosa creación. 

Lo verdaderamente importante 
es buscar tu Rostro bendito. 
Lo verdaderamente importante 
es detenerse de vez en cuando, 
y esforzarse en proclamar que 
Tú eres la Grandeza, la Hermosura, 
la Magnificencia, que Tú eres el Amor. 
Lo urgente es hacer y dejar 
que Tú hables dentro de mí.
Vivir en la profundidad de las cosas 
y en el continuo esfuerzo por
buscarte en el silencio de tu misterio.
Mi corazón continúa latiendo, 
pero de una manera diferente. 
No estoy haciendo nada, 
no estoy apurándome. 
Simplemente, estoy ante Tí, Señor. 
Y qué bueno es estar delante de Tí. 


Leemos ahora un extracto de una carta escrita por Conrado de Marburgo, director espiritual de Santa Isabel

Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres

Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los hambrientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna les otorgaba ampliamente el beneficio de su caridad, y no sólo allí, sino también en todos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo todas las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada finalmente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos.

Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día, por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos muchos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, aspirando a la máxima perfección, me pidió, con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en puerta.

En el mismo día del Viernes santo, mientras estaban desnudados los altares, puestas las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando a su mesa a los más míseros y despreciados.

Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol.

Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excepción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que había oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente.

Oh Dios, que concediste a santa Isabel de Hungría la gracia de reconocer y venerar en los pobres a tu Hijo Jesucristo, concédenos, por su intercesión, servir con amor infatigable a los humildes y a los atribulados.

Oh dulce Isabel,
infunde en nosotros tu espíritu de paciencia ante la adversidad.
Concédenos el don de saber perdonar.
Líbranos de las pasiones dañinas,
de manera que podamos seguir sirviendo al Señor
con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.
tú que superaste el sufrimiento con el gozo de elevar himnos a Dios,
Oh Dios misericordioso, alumbra los corazones de tus fieles;
Y por las súplicas gloriosas de Santa Isabel,
haz que despreciemos las prosperidades mundanales,
y gocemos siempre de la celestial consolación

Ahora, salgamos a nuestra vida cotidiana,  y como Santa Isabel, sepamos mostrar una sonrisa, dar una caricia, tener un gesto amable, compartir aquello que tenemos, con todos los que lo necesitan.

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