miércoles, 2 de noviembre de 2011

3 de Noviembre 2011

La fiesta de todos los santos nos recuerda la multitud de los que han conseguido de un modo definitivo la santidad, y viven eternamente con Dios en cielo, con un amor que sacia sin saciar. Es también la fiesta de todos los que estamos llamados a unirnos a los que forman la Iglesia triunfante: nos anima a desear esa felicidad eterna, que solo en Dios podemos encontrar.

Podemos reflexionar sobre la experiencia de San Pablo camino de Damasco: ciego ante la luz, para penetrar en la luz interior. Eso es la santidad: sentir a Dios en nosotros, sentirse mirados por Dios que tira de nosotros con suavidad y fuerza hacia arriba, si le tomamos la mano que nos ofrece para que allá donde está Él también vayamos nosotros. Esa determinación de seguir a Cristo se va desplegando en una serie de virtudes que al procurar vivir con alegría y constancia, se va haciendo heroísmo.

"La meta que Dios nos propone  a todos- no es un espejismo o un ideal inalcanzable; podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa casi oculto  por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y de anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción...: estas crisis mundiales son crisis de santos”

Algunos libros de vidas de santos han omitido las debilidades de sus protagonistas, probablemente porque temían que nos escandalizáramos al saber que fueron hombres y mujeres como nosotros. Pero precisamente es bueno comprobar que los que están en los altares no son de cera, ni de yeso, ni de plástico, sino, como todos los mortales, de carne y hueso, sufren dolores y tienen sus agobios; son personas comunes que tienen que tomar medicamentos o duermen mal o se distraen en la oración.

Muchos libros han puesto a los canonizados tan distantes de nosotros, que lo único que podemos hacer es admirarlos. Los colocan tan lejos, tan arriba, tan cubiertos de ropajes incómodos y ostentosos, tan desligados de todo lo nuestro, que no hay forma de imitarlos. Estas biografías nos convencen que la santidad no es para nosotros. Pero las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: ellos luchaban y ganaban, luchaban y perdían y entonces volvían a la lucha.

Es bueno saber que, por ejemplo, santa Teresita del Niño Jesús tenía una terquedad invencible desde niña; que san Alfonso María de Ligorio tenía un genio endemoniado; que san Agustín fue un gran pecador antes de su conversión, que santa Teresa de Jesús confesó nunca haber podido rezar un rosario completo sin distraerse y que nuestro padre San Francisco era muy dado a las grandes juergas en su juventud. Es admirable ver a los santos: hombres muy hombres y mujeres muy mujeres, con grandes virtudes, acciones heroicas y fallos garrafales.

La santidad no consiste en subirse a una columna con una palma en la mano y un crucifijo en el pecho. Los santos no son inactivos, siempre se mueven haciendo cosas tan simples como preocuparse por la enfermedad de un hermano, dar de comer al perro, cumplir con su trabajo y hacer con alegría los encargos que les piden.

Estos son los santos de hoy, los que van en el metro, rezan a la Virgen, trabajan en el campo, escriben en el ordenador, descansan el fin de semana y vuelven todos los lunes al mismo trabajo, preocupándose sólo de hacer extraordinariamente bien aquello que les ha tocado hacer.
La santidad es, en definitiva, un camino que todos tenemos que recorrer.

Como decía San Pedro en su primera carta: “Que cada uno, con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. El que se toma la palabra que hable palabra de Dios. El que se dedica al servicio que lo haga en virtud del encargo recibido de Dios. Así, Dios será glorificado en todo, por medio de Jesucristo, Señor nuestro, cuya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos”. Amén.

¿Pero cómo saber que hemos cogido el camino correcto?...

1. El día que deje "mis importancias" a un lado: mis títulos, mis reconocimientos, mis amistades fáciles..., y me convenza de que Tu eres lo único importante, lo único por lo que merece la pena luchar.
2. El día en que aprenda a reírme un poco más de mí mismo, sabiendo que no soy nada sin Tu Amor.

3. El día que me presente ante Ti, Señor como "un cacharro estropeado" pero con inmensas ganas y terrible confianza de que Tú me vas a arreglar.

4. El día en que, a pesar de tener ojos de adulto, posea una mirada de niño que deje transparentar todo mi ser.

5. El día en que deje de juzgar a mis hermanos y me dedique a amar en cantidad a los que yo creo que obran mal, y deje de preguntarme si el hombre es bueno o malo y sólo me preocupe en amarle, pues podría perderlo si me pongo a decidir si merece ese amor. Amarle hoy y pedir a Dios que me recargue el corazón para poder amarle mañana también.

6. El día en que a pesar de que vea que el mundo marcha mal, me dedique a cambiar una centésima parte, sin pensar de momento que las otras noventa y nueve marchan mal.

7. El día en el que al acabar la jornada diga simplemente: "Señor hoy me he dedicado a querer un poquito más a mi familia, a mis amigos, a mis vecinos..., a la gente".

8. El día en que tenga Señor la "maravillosa desgracia" de no poder vivir sin Tu Amor.

9. El día en que el encuentro con las personas suponga para mi un momento sagrado; el día en que "tiemble" ante mi hermano, precisamente porque le considere hijo Tuyo, como yo lo soy.

10. El día en que ame al niño que hay dentro de mí, para que una sonrisa, un pequeño gesto, una mirada amable..., convierta mi vida en ofrenda agradable para Ti...


Ese día, tú bien lo sabes, Señor, llegaré a ser santo.

SALMO 149:

Alegría de los santos
Cantad al Señor un cántico nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
que se alegre Israel por su Creador,
los hijos de Sión por su Rey.

Alabad su nombre con danzas,
cantadle con tambores y cítaras;
porque el Señor ama a su pueblo
y adorna con la victoria a los humildes.

Que los fieles festejen su gloria
y canten jubilosos en filas:
con vítores a Dios en la boca
y espadas de dos filos en las manos:

para tomar venganza de los pueblos
y aplicar el castigo a las naciones,
sujetando a los reyes con argollas,
a los nobles con esposas de hierro.

Ejecutar la sentencia dictada
es un honor para todos sus fieles.

Gloria al Padre y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
Por los siglos de los siglos. Amén.

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