domingo, 18 de diciembre de 2011

Jueves 15 de Diciembre

En estas fechas tan cercanas a la Navidad debemos liberarnos de muchas cosas para recibir al Niño que ha de llegar.
“No se trata de una liberación de nuestra pobreza y miseria, sino de nuestra riqueza y bienestar sobreabundantes; no se trata de una liberación de nuestras insuficiencias, sino de nuestro consumo.
No se trata de una liberación de nuestra impotencia, sino de nuestra existencia prepotente.
No se trata de una libración de nuestros sufrimientos, sino de nuestra apatía”
(J. B. METZ)
El cambio que se nos pide no es solamente de imagen, algún que otro retoque en nuestra vida, dejar algo que nos sobra, recuperar algo que nos hace falta. No va en la línea de hacer algún que otro sacrificio o añadir alguna práctica devocional. Lo que queremos es cambiar el núcleo íntimo del ser, el corazón.
Nos acogemos a la primera Bienaventuranza. Seguiremos estos caminos que confluyen entre si, y la meta final es Cristo, el gran bienaventurado. Cada una de las Bienaventuranzas es un reflejo del Cristo que queremos imitar.
Queremos ser más pobres, como nuestro Señor Jesucristo. Pero nos resulta muy difícil. Buscamos con afán el dinero, que nos han presentado como la llave de la felicidad. Somos dueños de tantas cosas, cuya propiedad absoluta nadie discute. Tenemos tantas cosas, las guardamos, las idolatramos, para terminar siendo sus esclavos.
¿De qué cosas nos vamos a liberar esta Navidad para parecernos a nuestro Señor Jesucristo? Conocemos su nacimiento, su vida y trabajo en Nazaret, el mismo decía que no tenía donde reclinar la cabeza (Lc 9, 58). Es verdad, él siendo rico, por nosotros se hizo pobre.
Seguro que hay cosas que nos sobran, y nos pesan y nos atan. Así, con tantas cosas encima andamos agobiados y estresados.
Hablamos mucho de los pobres, pero nos quedan muy lejos. ¿No podríamos en este tiempo acercarnos más a ellos? ¿Y no podríamos parecernos más a ellos? Formamos parte de una Iglesia que lleva por apellido “de los pobres”.
Decíamos que vivimos en una comunidad y una Iglesia que quiere servir a los pobres y quiere ser pobre. Importa mucho que esta Iglesia que nos nutre nos enseñe a ser pobres, que nos haga ver a los pobres en las niñas de nuestros ojos, que seamos casa de cogida para los excluidos, que sepamos multiplicar nuestro servicio a los necesitados, que aprendamos a partir los panes con los hambrientos, para que todo esto nos ayude a ser pobres, como nuestro Señor Jesucristo.
La humildad es nuestra asignatura pendiente. Queremos ser humildes como nuestro Señor Jesucristo –humilde de corazón., pero se nos cuela el orgullo por todos los rincones. La segunda Bienaventuranza nos habla de mansedumbre, que equivale a humildad, a paciencia, a pobreza interior.
Así fue nuestro Señor Jesucristo, el bienaventurado ideal, el que se despojó de su traje de gloria para revestirse de debilidad, el que nació en total marginación, el que vivió como uno de tantos, el que no vino a ser servido, sino a servir, el que no abría la boca cuando lo llevaban al matadero, el que no hizo nada para defenderse, el que asumió el tormento de la cruz…
Nosotros, en cambio, nos parecemos, más que al Maestro, a sus desicípulos, que hasta última hora, y en los momentos más sagrados, como la Última Cena, rivalizaban sobre primacías. No acababan de aprender la lección de hacerse como niños, de optar por el último lugar, de lavar los pies a los demás. Y aquí seguimos rivalizando, buscando ser los primeros, envidiando al que está por encima, mendigando aplausos y estimas.
Es fácil decirse y firmarse “siervo”, pero es muy difícil hacerse esclavo de los demás. Cuesta desprenderse de las cosas, es verdad, pero lo que más cuesta es desprenderse de sí mismo. Nuestro ego está muy fuertemente instalado y muy bien alimentado, tendríamos que caminar hacia el debilitamiento del ego, a darle mala vida; que adelgace un poco y agache la cabeza; que se acostumbre a cambiar de perspectiva, mirando a los demás desde abajo, no desde arriba; que se oculte un poco más, en vez de ser tan protagonista; que aprenda a escuchar en vez de querer llevar siempre la voz cantante; que decida ser más auténtico y vivir en la verdad, en vez de tanta hipocresía y tanto postizo. Que sepa reconocer sus limitaciones y fallos, aceptando la corrección o la crítica, en vez de considerarse inmejorable y querer tener siempre la razón; que reconozca asimismo sus valores, pero como don; que  se acostumbre a dialogar, en vez de tanto imponer; que reconozca la parte de verdad que pueda haber en los demás, en vez de considerarlos como equivocados o medio herejes.

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