miércoles, 11 de marzo de 2015



Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.

Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes;
suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.

Venid, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y dudaron de mí, aunque habían visto mis obras.

Con estos sabios consejos contenidos en el Salmo 94 que hoy nos propone la Liturgia de la Horas para comenzar la mañana de este miércoles y, sin apenas darnos cuenta, nos hemos plantado en el meridiano de la Cuaresma, de este tiempo en el que se nos invita a cargar las tintas en la penitencia, la oración y la misericordia. Tiempo de silencio, Palabra (con mayúscula), súplica, conversión. Tiempo también de lucha contra tantos apegos de la mente y del corazón en sus múltiples formas: codicia, envidia, rencor, egoísmo, ingratitud, lujuria, mentira, frivolidad, endurecimiento… Pero, esta lucha no consiste sólo en dominar simplemente nuestros malos deseos o nuestra tendencia a ser “felices” a cualquier precio. Sería cruel y muy frustrante un camino así, porque en el fondo antes o después caeríamos en la cuenta que nuestro mal no tiene cura, no tiene solución, experimentando una y otra vez con desesperanza que “hacemos el mal que no queremos”. Sin embargo, no es así: la Pascua, núcleo de nuestra fe, nos da la certeza que la salvación, la felicidad, la superación de todo vicio y pecado, de todo fracaso y de toda muerte es posible y tiene un nombre: Jesucristo. 

De su cruz, árbol de la vida que nuestra padre San Francisco de Asís agarra siempre con fuerza, brotan los frutos buenos que Cristo mismo pone en nuestras manos para que los acojamos, los hagamos vida y se conviertan en nuestra alternativa, en nuestra propuesta creyente a todo aquello que hace que la vida se estreche, pierda belleza, engendre temor, tristeza, ignorancia, ira, frivolidad, endurecimiento... San Francisco de Asís, buen conocedor del corazón del hombre y de sus entresijos, nos ha dejado un “programa detallado” para esta lucha, que puede servirnos no sólo para la Cuaresma, sino para toda nuestra vida cristiana y que nos dejo escrita en una de sus admoniciones:

Donde hay caridad y sabiduría, allí no hay temor ni ignorancia. Donde hay paciencia y humildad, allí no hay ira ni perturbación. Donde hay pobreza con alegría, allí no hay codicia ni avaricia. Donde hay quietud y meditación, allí no hay preocupación ni vagancia. Donde está el temor de Dios para custodiar su atrio, allí el enemigo no puede tener un lugar para entrar. Donde hay misericordia y discreción, allí no hay superfluidad ni endurecimiento (San Francisco, Admonición 27). 

Efectivamente, en la medida en que nuestro corazón esté ocupado por Dios no entrará el pecado en nosotros. Esto lo resumiría todo. Tan sencillo y tan difícil a la vez. Porque nuestro corazón a duras penas tiene un rinconcito para que entre Dios…

Porque… Me tienta la seguridad, el "saberlas todas",
tenerla "clara", no necesitarte.

Porque... Me tienta el activismo:
Hay que hacer, hacer y hacer.
Y me olvido del silencio y la oración,

Porque… Me tienta la incoherencia.
Hablar mucho y hacer poco.

Porque… Me tienta mostrar fachada de buen cristiano,
pero adentro,
donde Tú y yo conocemos,
hay mucho para cambiar.

Porque… Me tienta ser el centro del mundo.
Que los demás giren a mí alrededor.
Que me sirvan en lugar de servir.

Porque… Me tienta la idolatría. Fabricarme un ídolo
con mis proyectos, mis convicciones,
mis certezas y conveniencias.

Porque… Me tienta la falta de compromiso.
Es más fácil pasar de largo
que bajarse del caballo y
hacer la del samaritano.

Porque… Me tienta la falta de sensibilidad,
no tener compasión,
acostumbrarme a que otros sufren
y tener excusas, razones, explicaciones…
que no tienen nada de Evangelio
pero que me conforman… un rato, Señor,
porque en el fondo no puedo engañarte.

Porque… Me tienta el separar la fe y la vida.
Leer el diario, ver las noticias
sin indignarme evangélicamente
por la ausencia de justicia
y la falta de solidaridad.

Porque… Me tienta el tener tiempo para todo
menos para lo importante.
Y lamentarlo pero no hacer nada para cambiarlo.

Porque… Me tienta, Señor, el desaliento, lo difícil que a veces se presentan las cosas.

Porque… Me tienta la desesperanza, la falta de utopía.

Porque… Me tienta el dejarlo para mañana,
cuando hay que empezar a cambiar hoy.

La Cuaresma, paradójicamente, es camino de alegría, porque exige de nosotros no sólo renuncia, dominio, mortificación... sino, sobre todo, un exceso de caridad, de familiaridad con Dios, de paciencia y humildad, de discreción, de pobreza evangélica, de misericordia... siguiendo las huellas de Cristo. ¡Aquí está el secreto de nuestra lucha cuaresmal y de nuestra victoria pascual! 

Y en esta misma línea, de sabernos arropados por nuestro Padre, nos habla en esta bonita mañana de marzo, el libro del Deuteronomio:

“El Señor, tu Dios, te eligió para que fueras, entre todos los pueblos de la tierra, el pueblo de su propiedad. Por el amor que os tiene y por mantener el juramento que había hecho a vuestros padres, os sacó de Egipto con mano fuerte y os rescató de la esclavitud, del dominio del Faraón, rey de Egipto. Así conocerás que el Señor, tu Dios, es el Dios verdadero, el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor, por mil generaciones, con los que lo aman y guardan sus preceptos”.

Con este convencimiento es más fácil dirigirnos a Dios:


Padre nuestro, que estás en el Cielo,
durante esta época de arrepentimiento,
ten misericordia de nosotros.
Con nuestra oración, nuestro ayuno y nuestras buenas obras,
transforma nuestro egoísmo en generosidad.
Abre nuestros corazones a tu Palabra,
sana nuestras heridas del pecado,
ayúdanos a hacer el bien en este mundo.
Que transformemos la obscuridad
y el dolor en vida y alegría.
Concédenos estas cosas por Nuestro Señor Jesucristo.
Amén.

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