miércoles, 13 de abril de 2016

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (8,1-8):

Aquel día, se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén; todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaria. Unos hombres piadosos enterraron a Esteban e hicieron gran duelo por él. Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres. Al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo el Evangelio. Felipe bajó a la ciudad de Samaria y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.
REFLEXIÓN
Acabamos de escuchar que “aquel día, se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén; todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaria”. Y es precisamente esta persecución la que hace posible la difusión del evangelio por las regiones vecinas. Así comienza la segunda etapa del programa misionero propuesto por Jesús “Seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra”. Lo que a los ojos humanos era huida y dispersión, un auténtico castigo, en los misteriosos designios divinos se convierte en una nueva oportunidad para que la Palabra de Dios se difunda en otros corazones.
En esta campaña misionera el diácono Felipe es el nuevo protagonista. De hecho, su misión en Samaría  fue todo un éxito: al anuncio de la Buena Noticia del evangelio sigue la liberación y transformación de aquellas gentes que ven cómo su ciudad se llena de alegría. Donde había oscuridad, ahora hay luz.
En mucha ocasiones sucede que los fracasos y momentos difíciles de la vida, si se viven con fe y esperanza en Dios, dan paso a grandes bendiciones que nos ayudan a madurar  y a crecer como personas y como cristianos. Por algo se dice que el momento más oscuro de la noche es el que precede al amanecer: pero hay que saber esperar la luz...Dios está siempre en el horizonte.
Cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida esa es la fuerza y seguridad de todo cristiano. Esa fue la actitud de la Santísima Virgen: “Hágase en mi según tu palabra”. No hay mayor tranquilidad en la vida que saber que estoy haciendo lo que Dios mi Padre espera de mí, que soy su hijo.
  
Jesús es un aventurero.

El responsable de publicidad de una compañía o el que se presenta como candidato a las elecciones prepara un programa detallado, con muchas promesas.
Nada semejante en Jesús. Su propaganda, si se juzga con ojos humanos, está destinada al fracaso.
Jesús promete a quien lo sigue procesos y persecuciones. A sus discípulos, que lo han dejado todo por él, no les asegura ni la comida ni el alojamiento, sino sólo compartir su mismo modo de vida.

El pasaje evangélico de las bienaventuranzas, verdadero “autorretrato” de Jesús, aventurero del amor del Padre y de los hermanos, es de principio a fin una paradoja, aunque estemos acostumbrados a escucharlo:
- “Bienaventurados los pobres de espíritu..., bienaventurados los que lloran..., bienaventurados los perseguidos por... la justicia..., bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Evangelio de Mateo 5, 312).

Pero los discípulos confiaban en aquel aventurero. Desde hace dos mil años y hasta el fin del mundo no se agota el grupo de los que han seguido a Jesús. Basta mirar a los santos de todos los tiempos. Muchos de ellos forman parte de aquella bendita asociación de aventureros. ¡Sin dirección, sin teléfono, sin fax...!

¿Valoras tú como importante el pertenecer al grupo de los seguidores de Jesús?
El Sacramento de la Misericordia
En el año de la misericordia, el papa Francisco quiere que todos podamos experimentar la misericordia en primera persona. Quiere que todos podamos sentir y «palpar», de forma concreta, que Dios no está nunca lejos, y que si volvemos a El, siempre está preparado para abrazarnos, como el Padre de la parábola. De ahí que en el horizonte del jubileo no pueda faltar una clara y explícita referencia al sacramento del perdón, de la reconciliación o de la Misericordia, que nos ayuda a vivir y a experimentar en nuestra propia carne la cercanía del amor de Dios y su misericordia.
Durante el año Jubilar, Francisco enviará Misioneros de la Misericordia, como un signo de la solicitud materna de la Iglesia por el pueblo de Dios. Los obispos podrán disponer de sacerdotes que durante este tiempo estarán más disponibles para la predicación al pueblo y para facilitar que nadie se quede sin ser atendido en sus deseos de acercarse al sacramento, de forma que permita también a muchos hijos alejados encontrar el camino de regreso hacia la casa Paterna.
Nos ha recordado Francisco numerosas veces cómo a la edad de diecisiete años, un día que tenía que salir con sus amigos, decidió pasar primero por una Iglesia. Allí se encontró con un sacerdote que le inspiró una confianza especial, de modo que sintió el deseo de abrir su corazón en la Confesión. Aquel encuentro, dice Francisco «¡me cambió la vida! Descubrí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia, podemos contemplar de modo muy concreto la misericordia de Dios. Tuve la certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le buscamos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es el primero que nos encuentra».
Dios es paciente con nosotros porque nos ama. Y quien ama, dice Francisco, «comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta los puentes y sabe perdonar». Recordémoslo: Dios no se cansa de perdonar. Dios nos espera siempre, aunque nos hayamos alejado. Es hermoso «descubrir el confesionario como lugar de la Misericordia y dejarse tocar por ese amor misericordioso del Señor que siempre nos perdona».
«Cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida, ese hijo que derrochó su libertad... Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona nunca. Es paciente y espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel [...] y su corazón está en fiesta por cada hijo que regresa».
La experiencia del perdón de los pecados es que es algo que no podemos dárnoslo a nosotros mismos. El perdón se pide y es un regalo de Dios, un don del Espíritu Santo. Recordemos que es un sacramento que se celebra en el contexto eclesial. El sacerdote no solo representa a Dios, sino también a la comunidad, que se reconoce frágil en sus miembros y por eso alienta y acompaña. En esa solidaridad y «comunión de los santos», tomamos conciencia de que los pecados no se cometen solo contra Dios, sino también contra los hermanos.
El Catecismo de la Iglesia nos habla de los «efectos» del sacramento del perdón: la reconciliación con Dios, con la Iglesia, la recuperación del estado de gracia y amistad con Dios, paz, serenidad, consuelo del Espíritu y aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano.
No te preocupes -recuerda Francisco- de la vergüenza que quizá sientas al acercarte. «Incluso esta es saludable, pues nos hace humildes». Te sentirás liberado y en paz, al sentir que, aún en tu vergüenza, el sacerdote te escucha, te acoge y en nombre de Dios te perdona. Celebrar el sacramento será para ti un momento de gracia en el que te puedes ver envuelto en el abrazo caluroso de la infinita misericordia del Padre.
El sacerdote sabe lo que es el pecado, pues también es un penitente en busca de perdón. Sabe, igualmente, que no es dueño del sacramento, sino un fiel servidor del perdón de Dios; por eso no hará preguntas impertinentes, sino que escuchará con el cariño de un Padre, deseoso de hacer sentir a su hijo la misericordia. Sí, realmente, los sacerdotes han de ser siempre misioneros de la misericordia. No sólo durante la Cuaresma del Año Santo, sino siempre.



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