Jesús es el
Amigo cercano que se sitúa en nuestro camino y en nuestra realidad concreta,
para acompañarnos e iluminarnos como hizo con los discípulos de Emaús cuando
iban desanimados con sus esperanzas
frustradas. Todos recorremos con frecuencia el camino de Emaús, desanimados y
sin esperanzas. Es fácil soñar despiertos y esperar realidades ajenas a la vida
concreta y real. Es fácil soñar conquistas y éxitos; pero no nos resulta fácil
reconocer a Jesús cuando estamos encerrados en nuestro pequeño mundo, en sus
esquemas y sueños. Pero Él, Jesús de Nazaret, sigue caminando con nosotros como
con los discípulos de Emaús y nos devuelve la esperanza si nos abrimos a su
persona.
Alguien dijo
encontrar a Dios en la naturaleza,
y yo corrí
hacia el mar, crucé campos y senderos,
miré en
espigas y en flores. Todo hablaba de Dios,
de su poder,
de su cuidado y esmero.
Pero no vi a
Dios, no estaba allí.
Sólo sabía
de Él, rumores y recuerdos.
“Pregunta a
los sabios de Dios”, otros dijeron.
Busqué al
místico, al teólogo y al alma;
acudí a
templos y monasterios.
Escuché
santas ideas, comentarios, oraciones, sentimientos...
Ellos vivían
con Dios, pero yo no logré verlo.
“Dios bajó
hace ya tiempo; busca en los barrios,
en la lucha
del hombre por el hombre”, sugirieron.
Busca en la
selva, en la cárcel, en las chabolas...”
Y sólo hallé
recuerdos, recuerdos de algo que Él dijo,
de
interpretaciones, de ideas y de sueños.
Pero Dios no
estaba allí; se fue hace tiempo.
Entonces,
desencantado, creí que no estaba en ningún sitio,
o que estaba
demasiado lejos.
Y busqué en
mi corazón otros asuntos.
Al mirar
allí, en mi corazón, sentado entre injusticias
y entre
miedos, entre dudas, rencores y esperanzas,
entre buenos
y malos sentimientos,
estaba Dios
sentado y esperando.
Me fui a
contárselo a la gente, mi gran descubrimiento.
Y, entonces,
encontré que Dios estaba en las montañas,
en las
flores, en los monasterios, en los barrios,
en la
cárcel, en la Iglesia, en la Biblia...
Resulta que
Dios estaba en todos sitios
cuando lo
había encontrado dentro.
Cuentan que
un día, hace miles de años, una bellota lloró durante semanas bajo un roble
anciano. Éste compadeciéndose al fin de ella, le preguntó:
—¿Qué te
atormenta hermosa bellota? ¿Cuál es el motivo de tu aflicción?
Durante un
corto espacio de tiempo contuvo su llanto, sorprendida porque aquel enorme
árbol le hubiese llamado hermosa a ella, minúscula y ridícula... No, ni aunque
un bosque entero la hubiera llamado hermosa, hubiera creído serlo.
—¿Cómo
puedes llamarme hermosa, a mí, que soy tan pequeña que apenas alcanzo a
percibir la luz del sol que tapan tus ramas?
—Creo que
eres hermosa. Y me entristece que pienses que la belleza sólo se encuentra en
el tamaño. ¿Tendría que llorar yo entonces contemplando la montaña? Y ya que
has contestado a mi pregunta con otra, permíteme interrogarte de nuevo: ¿Acaso
el lirio es menos bello que el río? ¿Crees que el estruendo de la tormenta es más
hermoso que el canto del ruiseñor? La belleza se encuentra en el corazón que
aprecia aquello que le rodea, indistintamente de su tamaño. Tú serás tan
hermosa a mis ojos como yo quiera verte.
—Pero aun
así, aunque de verdad fuera bella... ¿De qué me sirve? No valgo para nada. Dime
tú, sabio roble, ¿Para qué disfrutar del viento y la luz cuando vivía en tus
ramas, si ahora estoy en el suelo cubierta de un polvo que apenas me permite
ver? Cuando caí con mis hermanas al menos disfrutaba de su compañía, pero vinieron
los cerdos y se las comieron, esparciendo sus cáscaras alrededor de mí.
—Hija mía
¿Ni siquiera te sientes privilegiada por ello? ¿No te acuerdas cuando te
acunaba en las noches serenas y te protegía con mis hojas de la lluvia... ? Yo
sabía que tú eras especial, única. Te he cuidado y te he mimado porque dentro
de ti se encuentra la luz fecunda que ahora desconoces. Eres mi predilecta
desde que te vi nacer.
—No lo
entiendo. No sé de qué me hablas. ¿Por qué he de ser especial? Mírame bien, soy
una bellota menuda, rota, amarga... ¿aun así dices que soy bella y especial? La
tierra intenta tirar de mí, y no sé por qué aún me resisto. ¿Cuál es la razón
de mi existencia? Soy muy joven pero ya me siento morir. Todo lo que me rodea
son motivos de desánimo, no encuentro razones para ser feliz. No puedo ser
feliz.
—Querida
bellota, te resistes inútilmente a tu destino. Te esfuerzas en vano. Cuantas
más energías destines a permanecer fuera de la tierra, antes morirás.
—¿Y así
intentas consolarme? Desde siempre te he admirado, tú que eres grande y
robusto... incluso te he envidiado. Pero con el tiempo me he conformado con ser
lo que soy. Un apéndice de ti, un trocito de madera que arrojaste al suelo para
ser devorado por los animales. No he pretendido ser más que eso. Ahora veo que
mi vida carece de sentido. Para morir así, hubiese preferido no vivir. Esa es
la causa de mi llanto sabio roble.
—Ha llegado
la hora de contarte tu gran secreto. En realidad no eres un apéndice de mí, un
estorbo inútil en mis ramas, ni tampoco comida para los animales. Eres un
roble, disfrazado con la pequeñez que hace humilde al bueno y soberbio al que
se deja llevar por el mal. Pero para convertirte en un roble como yo, debes
morir primero. En tu alma llevas la impronta de mi ser, la potencialidad que te
convertirá en árbol. Te pudrirás y el roble que llevas en tu interior te
desgarrará la piel, dividirá tu corazón de semilla. La transformación es
dolorosa. Pero te aseguro que es la única puerta a la felicidad. No creas que
ese dolor es gratuito.
En ese
momento la semilla se inundó de una paz y una alegría intensa. Su lamento se
trocó en canto de esperanza, y dejó que la madre tierra, poco a poco, la
acogiera en su seno, soñando con convertirse en un hermoso roble.
Pasaron los
años, y el roble joven disfrutaba de la incipiente primavera. Una pequeña oruga
trepó trabajosamente por su tronco y se detuvo en una rama. Comenzó a expulsar
seda por su boca y a encerrarse en una crisálida. Con voz triste y cortés dijo:
—Permíteme
que me aloje aquí, será sólo por unos días. Creo que se acerca el fin del
mundo. Me parece que voy a morir pronto. No te preocupes por la seda, el viento
la arrancará cuando yo sólo sea polvo.
Apenas
transcurrida una hora, la oruga rompió a llorar.
—Hermosa
oruga –dijo el joven árbol- ¿Por qué lloras?
—¿Hermosa
dices? Déjame en paz; ¿Y no te he dicho que voy a morir? ¿No te basta así que
además tienes que atormentarme con tu ironía? Ya llega el fin del mundo...
El velo de
la noche lo cubrió todo. La oruga, cansada de llorar se durmió. El árbol
inclinó su rama, protegiéndola del viento, y susurrando murmuró:
—Querida
oruga, aquello que tú llamas el fin del mundo, el resto del mundo lo llamará...
MARIPOSA.
Señor, desde
nuestra búsqueda, desde nuestra ignorancia,
desde
nuestras dudas, venimos ante ti.
Acéptalas
como nuestra ofrenda de hoy, la única que podemos hacerte,
la única que
sabemos.
Te manifestamos
nuestro deseo de encontrarte,
nuestra
voluntad de buscarte. Ayúdanos,
ven en
socorro de nuestra debilidad y de nuestra ignorancia.
sabemos,
Señor, que estás empeñado en encontrarnos,
en que te
encontremos. Condúcenos Tú hasta que seas la experiencia
más viva de
nuestro corazón.
Enséñanos
Señor a Vivir como semilla
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